TESTIMONIO | DESDE ENFERMERIA

Es una ironía que en una de las épocas más medicalizadas de la historia de las ciencias, enfrentemos una amenaza para la salud mundial de semejante magnitud.

Cuando iniciamos en el hospital Erasmo Meoz los preparativos y el alistamiento de la zona COVID, mientras armábamos las carpas para recibir los pacientes no dimensionábamos el tamaño de la pandemia. Nunca imaginamos que hasta allí llegarían conocidos, familiares y amigos buscando atención urgente. Esta percepción inicial pronto cambió, empezó a llegar tanta gente con el virus que rápidamente se superó la capacidad de respuesta del Hospital.

Como estoy asignada a los servicios hospitalarios intramuralmente, no me ha tocado brindar atención en el área de expansión de la pandemia, en la zona de lucha, la que llamamos el área de Covid, a la que yo llamaría nuestra propia zona cero, (porque allí la  delgada línea que divide la vida de la muerte no se diferencia). Mi colega Oscar Argota me comenta que a veces, los pacientes le preguntan: “a usted no le da miedo atenderme” y la respuesta de este colega (profesional de enfermería, héroe como pocos), es NO.

La gente siempre agradece a los médicos, compañeros de labor en estas faenas, pero a veces ignoran que el personal de enfermería de este hospital es uno de los motores más sensibles, que moviliza la esperanza, el cuidado y la atención en los pacientes de la zona. Enfermería siempre está ahí, durante las 24 horas del día, acompañando y sobre todo cuidando al paciente, su trabajo a veces pareciera desconocido para la comunidad.

El personal de enfermería recibe al paciente, lo acompaña y monitorea permanentemente, le brinda medidas de confort y bienestar, le suministra los tratamientos y demás cuidados que la condición de riesgo amerita. Son esa mano que les da el apoyo emocional que se quedó afuera, y son ese pequeño puente que los conecta con la realidad exterior, cuando les hablan, cuando los saludan, cuando se despiden, en fin están ahí para que el paciente no olvide que la enfermedad los convierte en humanos, y que esa humanidad no se puede perder. Muchos de mis colegas a veces no tienen ni palabras para definir lo que sienten, en algunas ocasiones no pueden ni sentarse, ni siquiera pueden tomar agua porque la intensidad del turno se lo impide y porque la ansiedad, y el estrés los bloquea.

Cuando se nos muere un paciente nos duele, porque nadie atiende a otro esperando que este fallezca y, en realidad, lo sentimos. Igual no duele cuando el virus toca a nuestros compañeros de trabajo, con quienes pasamos la mayor parte de nuestro tiempo, aquellos con los que luchamos hombro a hombro, y con los que establecimos lazos especiales de confianza y amistad, tal como nos pasó con nuestro colaborador de mantenimiento Rafael Sepúlveda, con nuestra Colega Sandra Mesa y nuestro compañero de labor, el doctor Roberto José   Claro Jure. Con todos ellos sentimos duelo, ansiedad  e impotencia ante la certeza de nuestra finitud como seres humanos.

 La forma en que acabará la pandemia dependerá, en parte, de los avances venideros de las ciencias biomédicas, pero también de cómo se comporten los seres humanos. Cuando la gente hace alusión al concepto de “esta nueva normalidad que nos tocó vivir”, muchas veces cree que solo se trata de seguir los lineamientos del uso del tapa bocas y del distanciamiento social.

Lo que está en juego, es mucho más; está comprometida nuestra capacidad racional de autocuidado, en lo que comemos, bebemos y hacemos. En muchos de los casos, de víctimas mortales por COVID, lamentablemente, los pacientes padecían comorbilidades previas que incrementaron sus factores de riesgo y nos dejaron con esta larga cadena de muerte y dolor. La pregunta ahora es: ¿seremos capaces de ser otro tipo de sociedad, más corresponsables con los otros, con los lejanos, con los próximos, con nosotros mismos?

Gloria Landínez

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