MUNDO DE HOY | UN SIGLO DE 99 AÑOS

Quizás suene exagerado si decimos que la pandemia fue como si nos hubiera caído una enorme bomba atómica, tan enorme que afectó a todo el planeta, causando muchas clases de daños de imposible cuantificación.

A algunos – muchos – el dolor por la pérdida de algún ser querido, familiar, amigo o conocido que haya sido víctima de la infección. El crecimiento en progresión exponencial del número de infectados ha hecho que todos tengamos algún conocido que, al menos, haya sido infectado.  A comienzos de julio en el planeta habían sido infectadas 11 millones de personas y de ellas 530 mil habían fallecido. Un mes más tarde no es atrevido calcular al menos un 10% más de ambos casos.

A otros, la gran mayoría, el daño ha sido de carácter económico y de tamaño descomunal. Desde el modesto empleado que ha perdido su puesto, y con ello su única fuente de ingresos, hasta los mayores capitalistas del mundo han visto desaparecer cuantiosas fortunas en inversiones que en un abrir y cerrar de ojos se volvieron inviables.

Las cifras de desempleo en el mundo son sobrecogedoras, basta decir que, en el caso colombiano, ha crecido del 10% al 21.5%, lo que significa que hay 5 millones de nuevos desempleados en el país. Ya imaginarán ustedes lo que cuesta crear un nuevo puesto de trabajo, piensen en lo que deben hacer ustedes para poder contratar a alguien más en su empresa o en su hogar.

Igualmente, la descapitalización general es aterradora, en todos los sectores de la economía. En la industria automotriz las ventas en lo corrido del año no alcanzan el 10%, ni qué decir de la debacle en la actividad hotelera y en el sector aeronáutico, en el tecnológico, petróleo, tecnología, entretenimiento, construcción y el comercio en todas sus formas. Las pérdidas acumuladas en los mercados bursátiles superaron los 18 billones de dólares tan solo en el primer trimestre del 2020.

Con mayor o menor dificultad todo esto, afortunadamente, se recuperará. Lo que no parece tener reposición es este año de vida emocional que hemos perdido, con el consecuente daño sicológico. Nadie nos devolverá el tiempo en que no pudimos disfrutar de la compañía de nuestros hijos y nietos, como también de nuestros ya ancianos padres y abuelos. Nos robaron un año para compartir con ellos, y con nuestros amigos y con nuestros amores, para interactuar con la gente, para ejercer nuestra calidad de seres vivos que no solo comen, trabajan ante un computador y duermen. Quizás sea el mayor robo en la historia, ¿nadie pagará por él?

A la brava hemos recibido una amarga lección sobre el valor del tiempo, tanto del que damos como del que recibimos, lo que, ojalá, nos sea de gran utilidad para administrar bien lo que de vida nos queda. 

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