Daniela Lindarte

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Todo marchaba bien hasta el día del debut mundial. Aquella jornada de infortunio en que los sueños se rompían sin remedio. Había dejado atrás su ciudad, su casa y lo más importante, su entrañable mamá, había recorrido quince mil quinientos kilómetros de viaje, abrigando esperanzas y superado zozobras. Aquel día todo pareció llegar a su final.

Daniela Lindarte Garaviz había sufrido una violenta caída en una prueba inicial de pista en el Campeonato Mundial de Patinaje de Kaohsiung, una ciudad portuaria y ruidosa de tres millones de habitantes, al sur de Taiwán. El dictamen médico era terminante: no podría continuar con el resto de las pruebas. El retiro a causa de la lesión era inminente.

Daniela se dirigió a su cuarto de concentración. Lloró en silencio y sin aspavientos. Lloró por su sueño truncado, por el esfuerzo perdido de más dos meses de duro entrenamiento. Lloró por su mamá, y por su tía Martha que es como otra madre y quien animada por el solitario apoyo de la empresa Coagronorte, resolvió sumar más recursos a punta de rifas y aportes de almas solidarias, para financiar la travesía de la preparación en Guarne Antioquia. La tristeza se volvió dolor. Le había prometido a las dos, regresar con una medalla de campeona mundial, e irremediablemente no cumpliría su palabra.

Entonces como buena cucuteña, obsesiva, terca y apasionada por lo que hace, no se sintió vencida sin pelear hasta el final. Habló con el médico, le rogó que la dejara continuar. Pedía una sola oportunidad, solo una.

Se echó a rodar en sus patines, con el dolor de su pierna lastimada en carne viva, y la decisión de un carácter imbatible. La esperaba la gloria, el triunfo, la victoria. Esos benditos sinónimos de ganar, que aprendió a conjugar con las primeras caídas cuando empezó a patinar siendo una niña. En los tres siguientes días ganó dos bronces, en las pruebas de diez mil metros por puntos y en los quince mil metros eliminación. Aun así, el color de sus sueños no estaba teñido de ese metal, el latón dorado reposaba en cuellos ajenos. Lo había visto de reojo en el podio y se prometió colgarlo en el suyo, como una gesta personal que estaría colmada de heroísmo.

Ganó por primera vez para Norte de Santander una medalla dorada en un mundial de patinaje. Lo logró en la prueba de los cinco mil metros relevos. Su corazón pudo exhalar tranquilo luego de tanta carga acumulada. Latía con emoción y a un ritmo frenético al escuchar el himno patrio. Recordó a Cúcuta y notó cuanto extrañaba las tardes calurosas bañadas por la brisa del inerme pamplonita a su paso por el patinodromo, el olor dulce que a esa hora de más calor, emana de las panaderías, las calles de su barrio, la pureza del sol deslumbrante, la imagen apacible de la gente, las risas estridentes del cucuteño, a su tía Martha gestora de tantas luchas, a su madre, a la que tiene prometida una casa propia, como un sueño pendiente por lograr.

Faltaba algo más. Como si no bastara lo conseguido llegó la maratón. Cuarenta y dos kilómetros rodando a velocidades controladas,  que demandan correr con inteligencia para oxigenar los pulmones  sin cansar las piernas. Fue el domingo veintidós de noviembre del año pasado. Tras un recorrido normal y una estrategia limpia, Daniela Lindarte Garaviz empuñó en su mano derecha todas las energías que pudo canalizar como un torrente ciclónico que invadió su delgada figura. A escasos metros de la meta, se fue por una victoria indiscutible que sabía, iba a lograr por aquella convicción femenina que los hombres interpretamos como intuición o sexto sentido. Minutos después con la emoción de las lágrimas pudo contarle los pormenores de la hazaña a su familia. Solo cuando bajó del avión en el aeropuerto Camilo Daza pudo concebir la dimensión de su logro, cientos de sus paisanos la esperaban con papayeras, caravana en chiva y el alboroto que caracteriza a un cucuteño feliz. Pudo entender entonces que el camino del éxito no había terminado. Apenas comenzaba. Hace algunos días, acaba de participar en su primera copa Europea en categoría mayor en Alemania, otro paso para una juvenil que ya empieza a rodar con la elite. Un día, pidió una sola oportunidad, solo una. Hoy, la vida le premia con muchas más.

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